martes, 3 de abril de 2012

Testimonio en forma de historia











No hay nada más terrible que una guerra civil. Hace tiempo que quería escribir algo sobre lo poco que mi padre se atrevió a contarnos; sin embargo, la falta de tiempo y de ganas, ha hecho que hasta ahora no haya escrito nada.

Hoy voy a contar, de manera superficial y rápida, una historia que mi padre nos narró sobre su experiencia:

Mi padre estaba a punto de licenciarse de la “mili” (por entonces duraba tres años) creo que le quedaban un par de meses o así, cuando estalló el mal llamado “alzamiento nacional” y a los tres años de servicio militar, le tuvo que añadir los algo más de tres años de guerra. Él nunca se había metido en política, por lo tanto, no tenía preferencias por ningún bando, aunque simpatizaba con la República y con el PSOE; para él fue lo más natural hacer la guerra junto al régimen establecido y defender la legalidad vigente por entonces. Además no había otro remedio: era militar en la zona republicana.
 



Uno de los primeros frentes más sangrientos tuvo lugar en Extremadura. A unos kms. de Zalamea existe un alto (creo recordar que se llama Monte Quemado) desde el cual se domina una gran llanura, al sur, por donde avanzaban las tropas sublevadas, procedentes Sevilla. Mi padre, que era teniente, emplazó en una hendidura de la cresta del cerro cinco unidades de ametralladoras y consiguieron mantenerles a raya durante mucho tiempo; sin embargo, las fuerzas fascistas, mejor equipadas, avanzaban poco a poco y consiguieron desbordarles por los flancos. Los nidos de ametralladoras mandados por mi padre conseguían resistir, hasta que un avión apareció de repente y descargó con generosidad su mortífero cargamento.



Fue un desastre: la mayoría murió despedazado y mi padre cayó gravemente herido con metralla por todo el cuerpo y desgarros muy profundos, provocados por las esquirlas de las rocas. El impacto más grave lo tenía en la cabeza y le destrozó el pómulo izquierdo, la sien y la mandíbula. No perdió el conocimiento y recordaba cómo los camilleros le llevaban como podían, casi a rastras, por la vertiente amiga del cerro, mientras las bombas estallaban a su alrededor, provocando nubes de polvo y proyectando sobre ellos piedras y tierra. Se salvó porque no había llegado aún su hora, pero las heridas eran verdaderamente feas.



Lo llevaron al Hospital de Cabeza de Buey, pero a los pocos días lo tuvieron que evacuar, ya que el enemigo avanzaba casi sin recibir resistencia.
Lo ingresaron en el hospital de Lorca de Murcia y allí estuvo convaleciente, hasta que los fascistas conquistaron la ciudad y lo ingresaron en un campo de concentración. Allí estuvo pasando muchas penurias y viendo cómo rondaba la muerte a su alrededor. Todos los días “ajusticiaban” a muchos y los malos tratos y torturas era lo más normal.


Recordaba que, como estaban mal alimentados y pasaban hambre, se arriesgaban por la noche a traspasar los alambres de espino y aprovisionarse de naranjas de un huerto colindante. Por lo visto el propietario se quejó a las autoridades del campo y, una de aquellas noches, cuando estaban cogiendo naranjas, les enfocaron con potentes reflectores y, sin mediar palabra, los ametrallaron a discreción. Cayeron como moscas.

Antes de que le apresaran, mi padre iba mejorando de sus heridas y, junto a otros compañeros, salía del hospital para pasear y tomar unos “chatos” de vino en una taberna cercana. Como allí estuvieron varios meses, se hicieron amigos del dueño y mataban el tiempo charlando sobre las noticias que llegaban del frete. Un buen día, vieron aparecer en la taberna a un individuo al que mi padre y varios compañeros, que también eran de Jaén, conocían. El tipo era conocido como un fascista irredento, perteneciente a una familia importante. La situación fue muy violenta, pero aquel sujeto logró convencerlos de que se había pasado de bando y ahora era un leal colaborador de la república. Tenía todos los documentos en regla y, además, un suboficial que iba con él, conocido de mi padre y de toda confianza, corroboró sus explicaciones.

Las cosas quedaron así y desde entonces se veían con frecuencia. En realidad aquel facha era un espía del enemigo, pero no había pruebas de que así fuese. Pasó el tiempo y un día fue mi padre a la taberna en la que había quedado con sus compañeros, pero vio que no estaban. El tabernero le dijo que habían estado allí, pero que también había acudido el personaje de esta historia y que le daba mala espina: se lo habían llevado a la fuerza por la rambla arriba, en lo que parecía ser un “paseíllo”.

Mi padre salió corriendo y al fin los encontró: el traidor estaba de rodillas llorando y suplicando por su vida, mientras varios de los compañeros de mi padre le encañonaban.
Mi padre les dio el alto y, no sin trabajo, se impuso por su graduación y le salvó la vida. Lo entregaron a las autoridades y a los pocos días estaba suelto, paseándose ufano y proclamando a todo el que le quisiera oír dos cosas: que él era leal con la República y que le agradecía al teniente Labella que le hubiese salvado la vida. Sólo deseaba tener la ocasión de poder devolverle el favor.


Unos días antes de que las tropas franquistas entraran en Lorca, el individuo desapareció.

La guerra acabó y mi padre seguía en el campo de concentración pudriéndose junto a los demás, famélico, expuesto a enfermedades contagiosas y comido de piojos y chinches. Las torturas, fusilamientos y asesinatos se generalizaron y los vencedores, demostrando su gran sentido de los valores cristianos que tanto cacareaban, limpiaban España de rojos, masones, gitanos, afeminados, judíos… etc.


Había una forma de salir de allí: si alguien del régimen podía atestiguar que un preso no tenía “delitos de sangre”, lo liberaban.

Mi padre supo que el traidor al que había salvado la vida, ocupaba en Jaén un importantísimo cargo político y le pidió a mi abuela que hablara con él, que seguro le sacaría de allí. Mi abuela fue a hablar con él, le suplicó, le lloró… todo fue inútil. La respuesta fue que él le estaba muy agradecido, pero que no sabía si mi padre podía tener algún tipo de delito.


No sé cuanto tiempo estuvo en aquel infausto lugar, pero al fin fue liberado y retornó a Jaén, en donde sufrió durante mucho tiempo las arbitrariedades de los vencedores en una guerra que jamás debió producirse.

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